domingo, 19 de octubre de 2014

¡Pásamela!




A pesar de que mi señor padre fue una figura notable del futbol mexicano, les puedo decir que en mi casa no había balones. Mi diversión giraba más bien alrededor de explorar azoteas en la privada donde vivía, satanizar a mi pobre cocker spaniel, y escaparme a la prepa de un lado a gritarles obscenidades a los estudiantes mientras estaban sentados todos calladitos en sus pupitres y el maestro daba alguna lección.

Siempre fui bien recibido.

Fui un niño bastante inquieto, aunque si le preguntan a mis papás o a cualquiera de mis tíos, la palabra que utilizarían para describirme seria más altisonante. En esa privada (Las Palmas en Cuernavaca) no había más que otro niño, Ricardo, hijo de mis padrinos y de apenas un año de edad. Mi hermana Paola venia en camino y mis opciones de tener una pandilla estaban sumamente limitadas.

Estando así las cosas, la primera vez que patee un balón de futbol fue en el ardiente y húmedo césped del legendario Agustín “Coruco” Díaz.


Por aquel entonces mi papá tenía un Ford Mustang 72’, blanco, con rines cromados que en lugar de tener alguna figura o estrella tenían como tipo rayos de motocicleta. No he visto desde entonces otros iguales. Pero aquí es donde la memoria se torna un poco selectiva, porque también tenía una Brasilia guinda que hacía la Volkswagen que la verdad encuentro más atractiva ahora que en aquel entonces. Para propósito de esta historia imaginemos que el carro en el que mi papá me llevó por primera vez a un entrenamiento del Zacatepec fue la Brasilia.

Por supuesto que recuerdo los detalles como entre sueños. Era yo apenas un chamaquito de tres o a lo mejor cuatro años de edad. Lo que sí recuerdo es que la ocasión era memorable, sin precedentes. Lo acompañé mientras preparaba su maleta. Recuerdo ese olor particular del momento, una mezcla entre árnica, alcohol de caña, y aceite de bebé. El mismo olor que permeaba el vestidor del “Coruco”. Tal vez el mismo olor de cualquier vestidor de futbol de aquella época, aunque a mí me gusta pensar que en ese estadio todo era más místico.

También recuerdo claramente el camino al estadio. Recuerdo salir de la ciudad al campo abierto por la autopista Cuernavaca-Zacatepec y pensar que iba en camino al lugar más lejano del mundo. Recuerdo preguntarle a mi papá acerca de los valles que se extendían en el horizonte, y también recuerdo como la temperatura subía cada vez que nos acercábamos más al pueblo de Zacatepec.

Tengo una memoria muy clara de la gigantesca chimenea humeante del ingenio cañero que se alcanza a ver desde las afueras del poblado. Y recuerdo también la caña de azúcar, millones y millones de cañas que se erigen como gentiles y pacientes guardias que esperan el momento de la cosecha para ser sacrificadas en aras de endulzarnos un poco la vida.

Y también recuerdo llegar al “Coruco”.


Voy a ser crudo, pero cuando llegué a las afueras del estadio no se me hizo nada del otro mundo. Un portón verde flanqueado por un muro blanco de concreto común y una tienda de jugos y refrescos empotrada en la construcción como si fuera taquilla nos daban la bienvenida. A través del portón una explanada de forma irregular hacía las veces de estacionamiento y vestíbulo del viejo coloso. A la derecha se alcanzaba a ver un espacio empastado y al fondo de este una barda con el dibujo de una portería con números en cada esquina interior y en el centro. “Para practicar la puntería” me dijo El Harapos.

Y frente a nosotros entre árboles frondosos, una sosegada lluvia de ceniza, y un sol implacable; el estadio.


Ya han pasado más de 30 años, pero si cierro los ojos todavía lo puedo ver. Las entradas de los vestidores, el de local en medio, y el de visitante más al fondo. La pared blanca con detalles en verde tan alta como las gradas, y el techo de lámina en la cima. La tienda de cerveza en el pasillo de entrada a las gradas. Las sonrisas de quienes veían a mi papá y el gran interés que desataba mi presencia.

“¡Quiubo Gallo!” me saludaban los señores mientras yo seguía a mi papá.

El contraste de energía fue palpable en cuanto entramos al vestidor. El lugar estaba lleno de ojos vivarachos, y de carcajadas, mentadas de madre, el ruido de las regaderas, el abrir y cerrar de las puertas de los gabinetes de cada jugador, el sonido metálico de las pesas golpeándose mientras alguien se ejercitaba, y del eco de todos estos ruidos rebotando en las paredes de concreto del lugar. Vibrante en toda la extensión de la palabra.


Y ese olor de árnica, aceite de bebé, y alcohol de caña.


Yo caminé, siendo un chamaquito, entre la algarabía del grupo que logró la liguilla 4 años seguidos del ’78 al ’82. No tardé en entrar en confianza, y en tan solo unos momentos recorrí  todo el lugar y “descubrí” la entrada al campo de futbol.


Eran unas escaleras que bajaban algún metro y medio de un pasillo ancho a un descanso. Por ahí entraban oleadas de aire caliente y húmedo, y un olor a zacate que todavía extraño. Baje timoratamente los escalones que llevaban a este lugar desconocido para mí. Una luz cegadora se abrió paso entre barras horizontales de acero y en cuestión de segundos se esclareció para develar ante mí una planicie de unos 100 metros de césped rodeados de gradas más grandes que la vida misma.

Subí los escalones que llevaban al campo y caminé bajo el sol ardiente detrás de la portería sintiendo como mi cuerpo inmediatamente comenzaba a sudar profusamente. Ahí había una bolsa llena de balones. Eran blancos con unos círculos verdes enormes. Dos porteros estaban ya practicando. Tomé con mis pequeñas manitas de infante una de las pelotas al tiempo que una voz detrás de mi me decía “No agarres el balón con las manos cabrón. Tiene caca.”

Inmediatamente solté la pelota, y entre risas mi papá me dijo al tiempo que se movía “¡pásamela!”

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