sábado, 6 de octubre de 2012

El iPod del Dalai Lama

Era un atardecer soleado en las colinas de Dharamsala, a los pies de la cordillera del Himalaya. Su Santidad, el Décimo Cuarto Dalai Lama, Tenzin Gyatzo, paseaba por los pasillos del templo que había hecho su hogar desde hace ya casi 50 años, cuando se vio forzado a salir al exilio luego de la invasión de China al Tibet.


Su Santidad se encaminó hacia la puerta trasera del recinto moviéndose a un paso lento pero cadencioso, al tiempo que contoneaba su cuerpo de lado a lado rítmicamente, como en un trance hipnótico. Varios monjes que caminaban plácidamente en el templo tuvieron que moverse a un lado, so pena de ser arrollados por el Dalai Lama, que al parecer caminaba con los ojos semi-cerrados.

Una vez alcanzado el viejo portón trasero, en un movimiento lleno de destreza y agilidad Su Santidad recorrió el oxidado cerrojo que mantenía asegurada la morada y salió al patio exterior seguido por la mirada curiosa de aproximadamente 29 monjes que habían interrumpido su meditación para observar perplejos las acciones del Supremo Maestro.

Una vez en el patio externo, Su Santidad siguió su andar en forma de vals hasta la cúspide de una colina sobre la cual descansaba un viejo roble. Giró sobre sí mismo y se percató de que algunos monjes habían salido a observarle. Sonrió ligeramente, y abriendo los brazos dio una vuelta más para por fin recargarse en el árbol mientras seguía moviendo su cabeza con cierta cadencia.

De entre los monjes se abrió paso un joven de cabellos rubios ataviado con pantalones y guayabera de manta blanca. Observó la ubicación del Supremo Maestro y de reojo miró a los monjes a su alrededor que uno a uno comenzaban a sentarse en posición de flor de loto mientras el sol caía en el horizonte proyectando las sombras de Su Santidad y el enorme árbol a lo largo del patio.

Dando cuenta de la oportunidad que tenía ante sí, el joven se dirigió hacia el Dalai Lama. Mientras el joven se aproximaba al sumo budista, quién a su vez se encontraba contemplando el atardecer, se percató que este tarareaba una canción en tibetano. Estando a un metro de distancia y después de un suspiro para componerse a si mismo se dirigió a Su Santidad.

"Maestro," dijo timidamente el joven a tiempo que inclinaba ligeramente su cabeza, "solicito humildemente una audiencia con usted". Por su parte, el Dalai Lama continuaba absorto en su abstracción, tarareando su canción y contoneando su cabeza al ritmo de esta.

"¿Su Santidad?" inquirió el joven después de esperar la reacción del Dalai Lama por casi un minuto. Y Su Santidad comenzó a cantar. Ahora, este joven era muy respetuoso de todo lo que el Monje Supremo representaba y lo menos que quería era faltarle al respeto, pero esta era una oportunidad dorada y no estaba seguro de cuánto tiempo más iba a tener la opción de estar tan cerca de él, así que haciendo un acopio de arrojo elevó la voz y dijo "¡Maestro!" sobresaltando Al Iluminado y a uno que otro monje de los que meditaban en silencio al pie de la colina.

Finalmente Su Santidad se volvió sonriente para encarar al joven a tiempo que hacia una reverencia que fue rápidamente correspondida por el muchacho. Acto seguido, el Dalai Lama se sacó unos audífonos de los oídos y un iPod del bolsillo interno de su bata. Apago el aparato y centró su atención en el perplejo joven.

"Buenas tardes joven", dijo Su Santidad.
"Maestro, disculpe usted la interrupción, pero es que…" trastabillo para continuar.
"No te preocupes. Ya estás aquí. ¿Cómo te llamas?"
"Sergio, Maestro."
"Y en que te puedo ayudar."
"Maestro, veo que tiene usted un iPod…"
"Desde luego," contesto el hombre sagrado.
"Pero… no entiendo… ¿Que no se supone que las posesiones materiales corrompen el espíritu?"
"Me encanta la música." Su Santidad miro a Sergio con comprensión y bondad, le tomó el hombro y le dijo "La esencia de la vida espiritual está formada por nuestros sentimientos y nuestras actitudes hacia los demás."

"¿Pero entonces por qué me reprocho el tener las cosas que tengo maestro?" cuestionó Sergio. El Dalai Lama dio cuenta de la preocupación del muchacho y con una señal de la mano le invitó a caminar junto con el por el jardín. Al cabo de haber dado unos pasos Su Santidad habló nuevamente.
"Duda de lo que quieras, pero nunca de ti mismo".

Sergio miró por fin a Su Santidad a los ojos y se dio cuenta de que el hombre, la persona que representaba la encarnación del mismísimo Buda en esta tierra le daba toda la comprensión que en ese momento necesitaba sin exigirle nada a cambio, sin pretensión alguna.

"Pero es que me enojo mucho conmigo mismo Maestro, el no saber si estoy siguiendo el camino correcto", dijo Sergio haciendo un ademán con las manos.

"El enojo, el orgullo y la competencia son nuestros verdaderos enemigos. Nunca se puede ser feliz con actitud de ira." Siguió caminando el Dalai Lama y agregó, "Si somos ricos o pobres, educados o no, cualesquiera que sea nuestra nacionalidad, color, estatus social, o ideología, el propósito de nuestras vidas es Ser Felices".

Sergio respiró profundamente al escuchar las palabras de Su Santidad y siguió caminando a su lado. Pensó en todos los cambios en su vida. Pensó en todas las decisiones que había tomado en los últimos años. Pensó en su búsqueda interna y su deseo de entender la vida y lo que significaba el existir.

"Maestro, le veo tan lleno de paz… no sé, tan tranquilo y sonriente todo el tiempo. Hay veces en los que siento una gran presión en la boca de mi estomago, hay veces en las que no encuentro mi lugar y sigo buscando, y buscando y las respuestas no parecen venir de ningún lado. ¿Cómo lo hace Maestro?".

Su Santidad sonrió, y tal vez pensó que esta no era la primera vez que escuchaba esta pregunta, pero él estaba consciente de que esa sensación era de lo más común, siempre lo había sido y probablemente lo seguiría siendo para muchas personas por muchos siglos más.

"Estoy dispuesto a dejarme guiar por las sincronicidades y no dejar que las expectativas entorpezcan mi camino. Encuentro esperanza en lo más oscuro de cada día y me concentro en lo más luminoso. No juzgo al Universo”.

Las palabras de Su Santidad resonaron en el interior de Sergio. Miró a sus alrededores y dio cuenta por fin de la belleza del paisaje. Estaba tan absorto en la conversación que no se había percatado de la impresionante majestuosidad de las montañas y la extensión de las llanuras.

"Me podría ir a una cabaña y vivir en soledad…" pensó en voz alta Sergio. El Maestro, sin detener su paso, ponía atención al joven y sonreía al escuchar las palabras de este.
"Podemos sobrevivir sin religión y sin meditación mas no podemos vivir sin afecto humano. El cariño paternal, el contacto físico, la ternura amorosa hacia todos los seres vivos, la responsabilidad social y la atención especial a los menos privilegiados, todos estos conceptos son tan simples de entender. Entonces, ¿por qué su práctica parece costarnos tanto?”

"¿Entonces vivir en soledad, alejado de la corrupción de la sociedad, del materialismo y consumismo no me serviría de nada Maestro?"
"Es mucho mejor hacer amigos, comprender mutuamente y hacer un esfuerzo para servir a la humanidad antes de criticar." aseguró Su Santidad al tiempo de que daba un pequeño salto sobre un charco de agua para evitar mojarse las sandalias.

"Hacer amigos..." meditó el joven.

“Para poder valorar mejor a los demás, es importante primero reflexionar sobre el error de valorarnos a nosotros mismos y en la cualidad de apreciar a otros. Si estimamos a los demás, entonces nosotros y los otros seremos felices."

"Es que a veces me siento tan débil maestro, ¿Cuándo termina este sentimiento… como de vacío?"
El Dalai Lama detuvo su paso. Vio al resto de los monjes que meditaban en silencio en las afueras del templo, se acomodo la túnica y miró a Sergio a los ojos. Era una mirada serena y genuinamente curiosa. Era como una contemplación llena de tranquilidad, como sabiendo que el joven seguiría su camino, un camino largo lleno de crecimiento y aprendizaje.

"El verdadero practicante debe ser un soldado que combate incesantemente contra sus enemigos interiores.”

"A veces siento que me pierdo, como que vivo en una existencia que no es la mía, y luego dudo Maestro".
"Cuando dudo de mi existencia, me pellizco.", rió el Maestro contagiando de su alegría a Sergio que también sonrió ante la verdad y simpleza de tal aseveración. 

Dos monjes salieron del templo y se dirigieron hacia donde Sergio y el Maestro conversaban. El Dalai Lama sacó de nuevo su iPod y se colocó los audífonos. "Aprende las reglas, así sabrás como romperlas apropiadamente." dijo Su Santidad a tiempo que se encaminaba cadenciosamente a encontrarse con los monjes que se dirigían hacia él.

Sergio hizo una ligera reverencia a manera de despedida, "Le agradezco mucho su valioso tiempo Supremo Maestro", dijo respetuosamente mientras se inclinaba.

"Yo… Solo soy un simple monje Budista," dijo El Dalai Lama mientras sonreía.


NOTA: Las citas oscurecidas son palabras que en algún momento ha pronunciado o escrito Su Santidad el Dalai Lama.

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